Canito, Best y Maradona

Canito, Best y Maradona

Hay fechas que parecen elegidas por el fútbol para recordarnos que también tiene su lado trágico.

El 25 de noviembre no es un día cualquiera: ese día se apagaron George Best, Diego Armando Maradona y José Cano López, Canito.

Tres futbolistas de distintos mundos, nacidos lejos unos de otros, pero unidos por una misma condena: la de quienes amaron demasiado el juego… y no supieron sobrevivir fuera de él.


George Best: el primer ángel caído

Antes que nadie, antes de que existiera siquiera la palabra rockstar aplicada a un futbolista, estuvo George Best.

Belfast lo vio nacer, Manchester lo convirtió en mito. Un chico de ojos azules y flequillo perfecto que hacía del fútbol algo hermoso, casi erótico. Ganó una Copa de Europa con el United, un Balón de Oro, y el derecho eterno a ser llamado The Fifth Beatle.
Pero también inauguró una nueva figura: la del jugador devorado por su propio personaje.

Su frase más célebre —“Gasté mucho dinero en alcohol, mujeres y coches; el resto lo desperdicié”— define tanto su vida como la de todos los que vinieron después.
Best bebía con la misma elegancia con que regateaba: sin cálculo, sin freno, sin red.
Murió el 25 de noviembre de 2005, a los 59 años, con el hígado agotado y la mirada aún brillante.

Y con él murió una cierta inocencia: la idea de que el talento bastaba para salvar a los genios.


Canito: el Best de la Zona Franca

Veinte años antes de la muerte de Maradona, y cinco antes que la de Best, otro jugador también se apagó un 25 de noviembre.

No era una superestrella global ni un icono publicitario. Era José Cano López, Canito, el defensa más salvaje y carismático que dio el fútbol catalán de los setenta y ochenta.
Nacido en Llavorsí, criado en la calle y formado entre orfandades y pelotas de trapo en la Zona Franca, Canito fue un futbolista como los de antes: valiente, elegante, con una cabeza rebelde y un corazón de barrio.

Del Espanyol al Barça, del Betis al Zaragoza, Canito jugó siempre a su manera: con el alma por delante y la cabeza en cualquier otro sitio. Ladislao Kubala dijo que “podía haber sido el mejor líbero de la historia del fútbol español”, y tal vez tenía razón. Pero el talento de Canito no cabía en los sistemas tácticos. Era un Beckenbauer en el cuerpo de un chico del extrarradio, con los demonios de su infancia persiguiéndolo por los vestuarios.

En Barcelona aún se recuerda el día en que, siendo jugador del Barça, celebró un gol del Espanyol en el Camp Nou. Y se cuenta que jugaba de blanquiazul debajo de la camiseta azulgrana. Canito jugaba con los sentimientos como jugaba al fútbol: sin calcular las consecuencias. Y fuera del campo era un torbellino: coches, fiestas, excesos, risas, y una generosidad sin límites. Le llamaban el Vaquilla del fútbol, el Best de la Zona Franca, el Maradona de la Iberiana. Y como ellos, también se perdió en el laberinto.

Su final fue amargo. Sin dinero, sin familia, sin fútbol.

He tomado todo lo que se puede tomar…”, confesó en Interviú en 1996.
Cuatro años después, en el año 2000, el cuerpo de Canito dijo basta. Tenía solo 44 años.
Y ese 25 de noviembre se llevó consigo una parte del alma futbolera de Barcelona.


Maradona: el dios que quiso ser hombre

Y llegó Diego.

Maradona no solo jugaba al fútbol: lo inventaba.
En Nápoles lo adoraban como a un santo, y en Argentina lo veneraban como a un milagro. Pero Diego también cargaba con la cruz del exceso. Cocaína, noches infinitas, amistades peligrosas, y una vida de exceso que era tan suya como su zurda.
Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”, dijo en su despedida.
Y tenía razón: su vida fue un caos, pero su fútbol sigue siendo una religión.

Murió el 25 de noviembre de 2020, a los 60 años, y el mundo se quedó en silencio. Ese día lloraron tanto los que lo amaban como los que lo habían juzgado.

Porque Maradona fue el espejo de todos: el genio y el pecador, el niño y el monstruo, el que ganó a todos menos a sí mismo.


El 25 de noviembre, día de los poetas malditos del balón

Best, Canito, Maradona.

Tres nombres, tres geografías, un mismo destino. Nacieron para hacer feliz a la gente, pero nunca supieron ser felices ellos. Vivieron deprisa, amaron fuerte, y se consumieron sin remedio. Los tres fueron artistas antes que atletas. Y los tres murieron el mismo día del calendario, como si el fútbol necesitara recordarnos cada año que el talento, cuando duele, también puede matar.

Los unía algo más que las adicciones: los unía la inocencia. Esa pureza con la que entendían el juego, con la que convertían un balón en un poema.

No eran disciplinados ni prudentes, pero eran auténticos y eso los hizo eternos.


Los héroes que no aprendieron a fingir

Quizá por eso los seguimos recordando con ternura. Porque en un fútbol cada vez más de plástico, ellos fueron carne, hueso y alma. No fueron modelos, ni querían serlo.
Solo querían jugar, reír, beber, vivir, sentir. Y lo hicieron con una intensidad que el cuerpo no pudo soportar.

El 25 de noviembre no es solo una fecha. Es un recordatorio de que el fútbol también escribe tragedias. De que detrás del brillo hay hombres asustados, llenos de dudas y de sueños rotos.

Y de que, al final, como decía Gascoigne, “solo quería hacer feliz a la gente. No sabía cómo hacerme feliz a mí”.



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